martes, 7 de diciembre de 2021

DERECHOS HUMANOS Y AMBIENTE


Por: Ricardo Mascheroni.  Docente en Universidad Nacional del Litoral


En la semana de los derechos humanos trataré de precisar algunas cuestiones, señalando que la lucha por alcanzarlos, es tan vieja como la humanidad y se ha dado en toda circunstancia en que existieron sectores de poder con capacidad de oprimir a otros más débiles.

 Siempre que existió un sistema perverso que pudiera arrasar la vida y la identidad de las personas, se ha buscado oponerle un escudo protector de valores esenciales para la dignidad y plenitud del ser humano. Y a través del tiempo esa barrera impeditiva se consolidó mediante el perfeccionamiento y tipificación de esos derechos.

 Su fuente generadora para todos aquellos que buscaban reparación a sus agravios, se encuentra en la injusticia, la opresión, la prepotencia, el atropello y el desconocimiento del otro.

 Como concepto, podemos decir que los derechos humanos son el conjunto de prerrogativas y acciones que los individuos gozan a su favor por su sola condición humana, tendientes a impedir o paralizar aquellos actos u omisiones del Estado y de los particulares que puedan afectar o menoscabar su calidad de tales.

 Son al decir de Julen Rekondo  “una promesa incumplida para millones de personas que luchan por sobrevivir”.

 Si bien en los últimos tiempos este tema se ha asociado casi linealmente a las organizaciones que reclaman por los desaparecidos, los apremios ilegales o de gatillo fácil, pero su espectro es mucho más amplio.

Hacia fines del siglo XVIII y principio del XIX se consagran los derechos humanos de primera generación, los que tuvieron su inspiración en el liberalismo, integrándose con los derechos civiles y políticos, como el derecho a la vida, a la libertad, la libertad de opinión y expresión, a un juicio justo, a libertad de elección, etc.

 En nuestro país estos plasman en la Asamblea del año 13, en los Proyectos de Constitución y fundamentalmente en la Constitución de 1853.

En el plano internacional se consagraron el 10 de Diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

El preámbulo de ella expresa: “que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de los miembros de la familia humana; ya que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias.”

A principio del siglo XX aparecen los derechos de segunda generación o sociales, alumbrados por la corriente conocida como constitucionalismo social que se expresara en la Constitución Mexicana de 1917 y en la de Weimar de 1919, entre los que se encuentran el derecho al trabajo, la salud, el comercio y la educación entre otros, que en el país se consagran en la Constitución peronista de 1949 y con el artículo 14 Bis y otros de la Constitución de 1957.

Las nuevas realidades y condicionantes, con el auge de la tecnología y el desarrollo de las grandes corporaciones, hicieron que a fines de la década del 70 del siglo pasado, surgieran los derechos humanos de tercera generación, destacándose entre ellos el derecho al ambiente, a la calidad de vida, a la autodeterminación de los pueblos, a la soberanía alimentaria, a la no corrupción, a la ciudad, a la solidaridad y a la paz.

Hoy se habla de derechos de cuarta generación o transgeneracionales como el de las generaciones futuras a gozar de un ambiente sano y libre de degradación y el derecho a los servicios esenciales como agua, luz y saneamiento.

Este derecho debe ser abordado desde una visión holística, integrado por dos realidades, una natural que es el medio para el desarrollo común y otra dada por la acción de los hombres comprensivo de lo histórico, artístico, arqueológico, paisajístico, etc. que se interrelacionan, se condicionan y que necesitan la acción tutelar del estado.

Así que el Ambiente Natural sirve de sostén al Ambiente Humano (Sociedad), y las acciones sociales a su vez modifican, alteran o degradan al ambiente natural.

Un ambiente degradado hace inviable la vida en plenitud, por lo que la aptitud del mismo se constituye en un presupuesto básico para el desarrollo integral del ser humano.

Esto ha sido receptado por constituciones modernas y consagrado en el art. 41 de la nuestra de 1994, que expresa: "Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano."

La degradación, atenta contra la dignidad humana, y los pueblos que la padecen no pueden avanzar hacia estadios superiores de organización social, cultural y política. Hoy se habla que “El ambiente es el primer derecho humano”.

Pero, admitamos dolor que toda esta corriente doctrinaria, jurídica y política en expansión, no ha servido para impedir la profundización de modelos esencialmente injustos e inequitativos, por lo que se impone cambios profundos en nuestras actitudes y formas de participación.

La sociedad de consumo globalizada nos impone una ética individual extrema, que anula la solidaridad, la participación y sobre todo la utopía de que más allá de esa opción, hay otros modelos de vida posible.

Por ello, no esperemos a seguir contando los muertos para iniciar un camino distinto en beneficio de todos.

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domingo, 5 de diciembre de 2021

El drama del Cambio Climático


En Glasgow se dejó pasar la oportunidad de que las multinacionales paguen su parte justa de obligaciones fiscales.

POR LÉONCE NDIKUMANA (*)

Por primera vez, el grueso de los deudores no está en África o en América Latina, sino en el Norte. Me refiero a la deuda climática, por supuesto, en un momento en que las catástrofes naturales se multiplican y la lucha contra el cambio climático se ha convertido en una cuestión existencial. Los países industrializados han utilizado el espacio atmosférico disponible para desarrollarse y enriquecerse con la explotación de los combustibles fósiles. Deberían haber aprovechado la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) que se celebró en Glasgow para reconocer y honrar esta deuda climática con los países en desarrollo. No lo hicieron.

 Con el 6% las emisiones mundiales, América Latina ha contribuido muy poco al calentamiento global. Sin embargo, es una región que ya está sufriendo sus consecuencias. Las peores sequías en 50 años en el sur de la Amazonia y el récord de huracanes e inundaciones en Centroamérica durante 2020 son la nueva normalidad que espera a los latinoamericanos.

 Esta injusticia no es solo una herencia del pasado. Incluso hoy, los países ricos siguen siendo los campeones de las emisiones de gases de efecto invernadero. En Norteamérica, cada persona emite una media de 20 toneladas de CO2 al año, frente a las 10 toneladas de un europeo. En China, una persona emite un promedio de 8 toneladas, frente a 4,8 toneladas en América Latina.

 Cumplir con su deuda climática significa que los países del Norte deben ayudar a los países en desarrollo a adaptarse a las catástrofes ambientales y darles los medios para emprender su transición energética hacia fuentes menos contaminantes. Este esfuerzo asciende a cientos de miles de millones de dólares.

 Estos fondos existen, como nos acaba de recordar la publicación de los “Papeles de Pandora”, y hay que buscarlos donde están: en las cuentas ocultas en paraísos fiscales de multinacionales y multimillonarios que, durante décadas, no han pagado su parte justa de impuestos. Sobre todo porque, en el mundo, los mayores contaminantes son también los más ricos. El Laboratorio de Desigualdad Global acaba de demostrar que el 1% de las personas más ricas del mundo produce el 17% de las emisiones de carbono, mientras que la mitad más pobre de la humanidad (3.800 millones de personas) es responsable del 12% de estas emisiones.

En este contexto, resulta exasperante que el mundo acabe de privarse de preciosos recursos financieros al adoptar un acuerdo global a precio de saldo sobre la fiscalidad de las multinacionales. Impuesta por los capitales del Norte, tras unas negociaciones que no tuvieron en cuenta las exigencias de los países en desarrollo, esta reforma ha dado lugar a un modesto tipo impositivo mínimo global del 15%. ¿El objetivo? Acabar con la devastadora competencia entre Estados en materia de impuestos de sociedades, con la ilusión de atraer más inversiones. Los gravámenes impositivos nominales mundiales sobre los beneficios de las empresas han caído desde una media del 40% en los años 80 hasta el 23% en 2018. Si el descenso continúa al mismo ritmo, el impuesto de sociedades podría llegar a cero en 2052.

 Para frenar esta caída, Estados Unidos propuso un impuesto mínimo global del 21%, que habría generado más de 250.000 millones de dólares de ingresos fiscales adicionales en todo el mundo. La Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (ICRICT, según su sigla en inglés), de la que soy miembro junto con economistas como Thomas Piketty, Gabriel Zucman y Jayati Ghosh, abogó por un tipo impositivo del 25%, que recuperaría la mayor parte de los 240.000 millones de dólares que se pierden cada año por lo que se llama modestamente optimización fiscal. Sin embargo, ha prevalecido la falta de ambición finalmente, con un gravamen mínimo global del 15%, que apenas supera el aplicado por paraísos fiscales como Irlanda, y que no se espera que genere más de 150.000 millones de dólares de recursos adicionales.

 Con un 15%, el riesgo es que un impuesto mínimo global tan bajo se convierta en la norma mundial, y que una reforma que pretendía obligar a las multinacionales a pagar su parte justa de obligaciones fiscales empuje a los países con niveles impositivos más altos –como los latinoamericanos– a bajarlos para equipararse al resto del mundo. Además, los países firmantes del acuerdo se comprometen a no introducir impuestos a las multinacionales digitales, privándose de preciosos recursos fiscales.

 En medio de una pandemia mundial, y después de ver cómo los países ricos monopolizan y acaparan las vacunas, este acuerdo plantea dudas sobre si los países ricos cumplirán por sí solos con su deuda climática. América Latina debe hacer oír su voz aliándose con otros países en desarrollo y exigiendo una nueva ronda de negociaciones sobre la fiscalidad de las multinacionales que tenga en cuenta las necesidades del Sur. Es indiscutible: el cambio climático no puede detenerse sin abordar las desigualdades que existen no solo entre los países sino también a su interior.

(*) Léonce Ndikumana es profesora de economía y directora del Programa de Política de Desarrollo Africano en el Instituto de Investigación de Economía Política (PERI) de la Universidad de Massachusetts en Amherst. Es miembro del Comité de Políticas de Desarrollo de las Naciones Unidas. Su investigación cubre temas de deuda externa y fuga de capitales; mercados financieros y crecimiento; políticas macroeconómicas para el crecimiento y el empleo; ayuda y desarrollo social; y la economía de los conflictos y las guerras civiles en África.